sábado, 29 de enero de 2011

SEÑAS DE IDENTIDAD


La Patria se me quedó chica:

tengo tantas aristas como un muro coronado de cristales rotos, mi caparazón viste más espinas que un erizo y las cien patas que mueven este mastodóntico cuerpo se trastabillan a cada paso que doy.

Busco una nueva Patria  redonda e infinita, sin límites ni fronteras, pero sobre todo sin  idiotas que me solivianten y me escurran el corazón.

¿Pido un imposible doctor?

Soy hermano de los árboles siempre generosos, de los ríos que borran las huellas de los lugares por los que transito haciéndome  invisible, del sol que me guía hasta el ocaso y de la noche que me arropa en su silencio. No soy nadie y aún así no logro escapar de los becerros con cencerros que quieren sodomizarme en su estrecho corralito con su discurso señero: bla, bla, bla…

Dr., UD. que es versado y políglota, UD. que trata a una fauna tan dispar ¿Qué no me podría decir en qué lengua me hablan los becerros? ¿Y si les gravamos a fuego sobre su gruesa epidermis el hierro de su respectiva identidad para separar definitivamente las manadas?

¿Por quién suenan los cencerros, doctooor?



BREVERÍAS IV


Hay una Ley Innata en el Extremo Duro, aunque por deFINición en el extremo innato sólo habrá cabida para una Falta de Regla Duradera.

BREVERÍAS III


Los hombres somos uni-de-erección-ales, aunque imprecisos; perseguimos un objetivo hasta que se cruza otro en el camino. Por si follamos, disparamos a to lo que se menea.
Los hay ereccio-anales; también están dentro de la Ley Natural, pero en el apéndice de un texto ref-hundido y ano-dino.

BREVERÍAS II


En la niñez somos felices e inocentes. En la adolescencia descubrimos el amor y su contrario. En la madurez adquirimos responsabilidades. Cumplidos los 40 el reloj se da la vuelta. Cuando somos viejitos  aprehendemos la sabiduría de la  experiencia,  la nariz y la orejas crecen  y mengua lo demás. Lo que pasa después no tengo ni idea, aunque espero que en ese hipotético más allá se cambien las tornas y los que ahora dan; las tomen.

BREVERÍAS I


Cuando muere un ser excepcional no hay repuesto para su pérdida.
Cuando muere un imbécil, hay cientos de miles como él para continuar su labor.

PAPÁ QUIERO SER ESCULTOR


(Discurso por si algún día soy elegido miembro de la Real Academia de Bellas Artes)



Un día le dije a mi padre que quería ser escultor; me contestó que bueno. A la mañana siguiente  cuando me levanté, me estaba esperando con su regalo:

Un mazo y un cincel más grande que la reja de un arado. Vivíamos en el campo y en aquellos tiempos lejanos, aún no existía la red; no la red social, sino, la red general de alcantarillado. Así que mi padre pensó que mi primera escultura sería excavar un pozo de tres metros de profundidad por dos de diámetro; una escultura invertida y útil donde poder verter nuestros excedentes, únicos excedentes de nuestras miserias. Tardé quince arduos y calurosos días en realizar mi obra, mi primera obra. Quedé satisfecho: el pozo estaba perfectamente aplomado y su perímetro correctamente circular, mas el uso del cincel y el mazo con tanta vehemencia, me hicieron odiar aquellas honrosas herramientas para el resto de los días. Así que decidí cambiar el oficio de escultor por uno menos físico; el de pastor. Mi abuelo fue pastor y algunos días lo acompañaba en la trashumancia del pastoreo por aquellos bancales verdes, repletos de fresca hierba, que hacían las delicias de los sumisos ovinos afanados en llenar sus orondas panzas hasta más no poder. Si alguna oveja se descarriaba, el perro -un labrador de mil leches- se encargaba de devolverla a la manada; ya lo tenían muy claro los pastores con sus ovejas como ahora los poderosos con el resto de la plebe; no permitido abandonar la manada, controlada la rebelión. Y por supuesto, dos o tres guías espirituales –de las más dóciles y mansas- con el consabido cencerro que marcaban el ritmo pausado y lento garantizando la correcta ingesta y la paz necesaria para que mi abuelo pudiera echarse en la ligera vertiente de una margen, a la sombra de un olivo grande, con su gorra inclinada hasta cubrirle los ojos dejándole libres los orificios nasales para poder respirar y protegido del revoloteo de las inquietas moscas; cubiertos los cojones, se empeñan con fruición en tocar las narices. Llegada la hora del almuerzo, mi abuelo abría el zurrón y encontrada la piedra adecuada que haría de mesa, extendía en la misma, una servilleta de tela con cuadros rojos y depositaba con florentino ritual la hogaza de pan, un cacho grueso de tocino, salchicha de hilo  -de la fina-, algún chorizo, un par de tomates rojos y prietos, habas y la bota de vino del terreno. Abría la navaja y con una lentitud extrema –mi abuelo siempre dominó los tempos-, como si el mundo en ese instante se detuviera para permitirle hacer una de las cosas con las que más gozaba. Cortaba en dos el tomate, me ofrecía una mitad y nos entregábamos a los placeres de La Carne, El Pan y El Vino.

Nunca fui pastor, porque lo que realmente quería ,era estar con mi abuelo y no con las ovejas. Holgazaneé cuanto me permitió mi padre, que fue mucho, y años más tarde recordé mi primera obra de arte, consistente en un depósito excremental, cuando leyendo a Oteíza, descubrí que había practicado mi primera desocupación del espacio, con aquel mazo y el cincel, enseñándome, que cualquier obra de arte contextualizada, bien podría ser una mierda; con perdón.

CON ESOS POLVOS SE AMASARON ESTOS LODOS



Mi yo lírico, se encontraba intentando frenar la escurridiza agua que corría libre por la escueta boquera. A diferencia de las conducciones para regadío que existían en la huerta constituida por microespacios perfectamente ordenados, el campo parcelado, era la anarquía de la agricultura. Y con esa misma anarquía se esparcía a saltos y trompicones chocando contra los tormos del recién arado barbecho, la manta de agua, que en su avance iba transformando el polvo en lodo y el árido campo en un vergel.

Brotaban a los pocos días del primer riego los enjutos tallos de las matas que más tarde parirían tomates y pimientos. Me descalzaba para no mojarme los zapatos, pero sobre todo, para hundirme en el barro fresco y sentir la pantanosa ingravidez de la tierra deshaciéndose bajo mis pies. Y a cada paso, me desequilibraba arrastrando conmigo el barro caprichoso que se me pegaba como un chiquillo que se agarra a las piernas de su madre sin soltarla cuando tiene miedo. Pero yo, lejos de sentir miedo sentíal ibertad; sabía que el barro siempre acababa volviendo a su lugar y yo al mío. Era un juego practicado con respeto; ponerle freno al agua no dejaba de ser un esfuerzo épico e inútil.

De tarde en tarde pasaba por el camino algún hombre pedaleando su bicicleta lentamente -así lo requería la asfixiante calima-, tocado con sombrero de paja y la azada amarrada al portaequipajes compañera inseparable del rudo campesino y alguna que otra vez arma asesina en discusiones de lindes. El hombre exclamaba un  saludo inteligible – ehhhhg -, a la vez que levantaba la mano y yo se lo devolvía tal cual. En ese ehhhg cabían un montón de cosas: adiós, hasta luego, vaya calor que está haciendo, etc.…

Ahora no soy campesino -aunque esta identidad nunca se pierde-, vivo en un loft, mi único animal de compañía es una vaca tuneada pop-art, mi contacto con el campo se reduce a las sesiones de footing por los parque públicos, y mantengo una estrecha relación con mi ipod, iphone, ipad. Todos mis amigos son virtuales del facebú, tonti, blogui, etc. Todo es chachi, pero desde que vine a la ciudad, los polvos y los lodos nunca se hablan; como agua y aceite, se repelen. Me tienen en ascuas, y  ando desesperado y lírico... por si en el barrizal de la noche se amasara algún polvo.