sábado, 29 de enero de 2011

PAPÁ QUIERO SER ESCULTOR


(Discurso por si algún día soy elegido miembro de la Real Academia de Bellas Artes)



Un día le dije a mi padre que quería ser escultor; me contestó que bueno. A la mañana siguiente  cuando me levanté, me estaba esperando con su regalo:

Un mazo y un cincel más grande que la reja de un arado. Vivíamos en el campo y en aquellos tiempos lejanos, aún no existía la red; no la red social, sino, la red general de alcantarillado. Así que mi padre pensó que mi primera escultura sería excavar un pozo de tres metros de profundidad por dos de diámetro; una escultura invertida y útil donde poder verter nuestros excedentes, únicos excedentes de nuestras miserias. Tardé quince arduos y calurosos días en realizar mi obra, mi primera obra. Quedé satisfecho: el pozo estaba perfectamente aplomado y su perímetro correctamente circular, mas el uso del cincel y el mazo con tanta vehemencia, me hicieron odiar aquellas honrosas herramientas para el resto de los días. Así que decidí cambiar el oficio de escultor por uno menos físico; el de pastor. Mi abuelo fue pastor y algunos días lo acompañaba en la trashumancia del pastoreo por aquellos bancales verdes, repletos de fresca hierba, que hacían las delicias de los sumisos ovinos afanados en llenar sus orondas panzas hasta más no poder. Si alguna oveja se descarriaba, el perro -un labrador de mil leches- se encargaba de devolverla a la manada; ya lo tenían muy claro los pastores con sus ovejas como ahora los poderosos con el resto de la plebe; no permitido abandonar la manada, controlada la rebelión. Y por supuesto, dos o tres guías espirituales –de las más dóciles y mansas- con el consabido cencerro que marcaban el ritmo pausado y lento garantizando la correcta ingesta y la paz necesaria para que mi abuelo pudiera echarse en la ligera vertiente de una margen, a la sombra de un olivo grande, con su gorra inclinada hasta cubrirle los ojos dejándole libres los orificios nasales para poder respirar y protegido del revoloteo de las inquietas moscas; cubiertos los cojones, se empeñan con fruición en tocar las narices. Llegada la hora del almuerzo, mi abuelo abría el zurrón y encontrada la piedra adecuada que haría de mesa, extendía en la misma, una servilleta de tela con cuadros rojos y depositaba con florentino ritual la hogaza de pan, un cacho grueso de tocino, salchicha de hilo  -de la fina-, algún chorizo, un par de tomates rojos y prietos, habas y la bota de vino del terreno. Abría la navaja y con una lentitud extrema –mi abuelo siempre dominó los tempos-, como si el mundo en ese instante se detuviera para permitirle hacer una de las cosas con las que más gozaba. Cortaba en dos el tomate, me ofrecía una mitad y nos entregábamos a los placeres de La Carne, El Pan y El Vino.

Nunca fui pastor, porque lo que realmente quería ,era estar con mi abuelo y no con las ovejas. Holgazaneé cuanto me permitió mi padre, que fue mucho, y años más tarde recordé mi primera obra de arte, consistente en un depósito excremental, cuando leyendo a Oteíza, descubrí que había practicado mi primera desocupación del espacio, con aquel mazo y el cincel, enseñándome, que cualquier obra de arte contextualizada, bien podría ser una mierda; con perdón.

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